Por Gregorio J. Igartúa
Nuevamente, la nación se ve obligada a enfrentar uno de esos asuntos que históricamente ha preferido posponer. En clara contravención al consabido adagio que dice que: “no hay mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista” permanece arraigado al esquema social el lastre de la discriminación, en múltiples variables, promovido prominentemente por la comodidad que brinda la inacción. Valoramos la estabilidad sobre los principios, matizamos la complacencia como pragmatismo, el silencio como civismo y nos amparamos en las complejidades del cambio social para justificar la pasividad. Paradójicamente, uno de los portaestandartes de este sistema es uno de esos entes míticos en quien encomendamos la búsqueda de la justicia.
Bajo el manto de cómodas autolimitaciones prudenciales, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos consistentemente ha optado por dejar intactas decenas de doctrinas fundamentadas en claros y reprochables principios discriminatorios. Es precisamente este foro, autoproclamado último interprete de nuestra constitución, quien más ha prolongado su abuso y ha fomentado un esquema donde la justicia pasa a ser un listado de precondiciones y requisitos técnicos incapaces de representar los contornos de nuestra humanidad. Es ahí que yace el epicentro de la racionalización de gran parte de las injusticias; donde se pretende legitimar la cobardía de espíritu.
Tan reciente como esta semana, coincidentemente en medio de las protestas por el trágico asesinato de George Floyd, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos reiteró su estricta visión territorial de Puerto Rico y fomentó una visión altamente diluida de nuestra ciudadanía y los derechos fundamentales que confiere en el caso de Financial Oversight and Management Board for Puerto Rico v. Aurelius Investment.
Más allá de las controversias particulares que envuelve el caso, resalta el hecho que, si bien llega a conclusiones muy similares a las que surgen del raciocinio que culminó en los llamados Casos Insulares, convenientemente decide no entrar a analizarlos: “Given the conclusion reached here, there is no need to consider whether to overrule the “Insular Cases” and their progeny”. Según nos tienen acostumbrados, el Tribunal renegó la oportunidad de una vez y por todas despachar los Casos Insulares, basados en principios expresamente discriminatorios, gracias a las doctrinas de autolimitación que los inmuniza de su obligación. Igual que hizo por tantos años en los casos que validaron la discriminacion y la segregación racial, el Tribunal optó por lavarse las manos y dejar el terreno fertil para innumerables determinaciones gubernamentales y judiciales que tendrán un efecto sustancial sobre millones de ciudadanos Americanos. ¿Cuándo es el momento adecuado para considerarlos? ¿Como se confronta un asunto que a propósito se ignora? El discrimen por omisión es tan poderoso y quizás más difícil de combatir, pero está ahí, siempre presente e igual de nocivo. Es por esto que existe una desconexión tan grande entre nuestro sistema judicial y el público en general. Por eso tanto cinismo y desconfianza en nuestras instituciones. Es incapaz de impartir justicia quien prefiere la comodidad de la irrelevancia.
La “prudencia” se ha convertido en una justificación para la inmovilidad; constituyen cadenas que restringen la movilidad y desalientan la equidad. La justicia no se puede posponer ni evitar. Es imprescindible levantar nuestra voz contra la injusticia y el discrimen. Esa responsabilidad es indelegable e ineludible. Según escribió Dante: “Los confines más oscuros del infierno están reservados para aquellos que eligen mantenerse neutrales en tiempos de crisis moral”.
Gregorio J. Igartúa es un abogado, CPA, LL.M Derecho Internacional y Comparado
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