Está claro que la tortura no puede ser objeto de justificación, ni siquiera la aparentemente civilizada.
Después del 11-S algunos parece que consideran adecuado recurrir a la tortura no letal para el logro de información o confesiones. Amnistía Internacional en 2016 ha hecho públicos datos estremecedores. Resulta que los países que han torturado son nada menos que 122 y pueden ser algunos más. Realmente esto significa que los Derechos Humanos son papel mojado o sin valor en muchos Estados que, en principio, es de suponer que se consideran civilizados.
Como escribe Donatella Di Cesare al hablar del torturado «Lo que le aflige es la angustia de un morir interminable». En efecto, la práctica de la tortura o violencia a lo largo de la historia es una muestra de la fuerza descomunal del poder que supera los límites de la dignidad, la decencia y el respeto.
Se entiende que el politólogo Henry Shue rechace el empleo de torturas al igual que Walzer. No se puede legitimar la tortura para conseguir información apelando al argumento de las manos sucias y al del mal menor. La dignidad de cada persona no es algo negociable ni matizable desde premisas utilitaristas o pragmáticas.
Y no es lo mismo la guerra que la sistematización de las torturas en un ambiente de lucha contra el terrorismo o contra la violencia. Existen numerosas estrategias de investigación con las técnicas tan desarrolladas de la inteligencia artificial para el logro de datos clave e información decisiva que evite otros males mayores.
Esta cuestión se ha tratado en películas y se ha conectado con la de los daños colaterales a población civil indefensa. En este sentido se plantean dilemas morales que ponen en el foco de atención el valor infinito de cada existencia.
También Kafka en uno de sus relatos manifiesta que el poder frente al individuo que supuestamente ha desafiado la autoridad estatal puede llegar a extremos terribles. Escribe el gran escritor checo en La colonia penitenciaria redactado en 1914 «Nuestra sentencia no parece severa. Al condenado se le escribe en el cuerpo, con la rastra, la orden que ha incumplido».
Y no conviene que en la actualidad se cruce la línea que lleve a un Estado policial, aunque sea desde un marco fundamentado en leyes. No sería un sistema político realmente democrático, porque no se respetarían los derechos cívicos fundamentales de todo ciudadano. El dolor no debe ser lo que marque la obediencia a las leyes.
El texto de la Convención contra la tortura que entró en vigor en 1987 fija muy claramente que no se inflijan intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves para obtener información, etcétera. Indudablemente, queda mucho camino por recorrer, porque esto no se respeta todavía en muchos países aparentemente civilizados.
La vigilancia para que no se siga practicando la tortura es algo útil, pero no evita que se siga produciendo, porque el poder de algunos Estados es tremendo. La función de los medios de comunicación es, por tanto, primordial, ya que la equivalencia entre saber y poder, en realidad, no es tal. La fuerza del poder es lo determinante de forma general, aunque sea injusto.
Ya escribió Foucault que «En toda infracción, hay un crimen majestatis, y en el menor de los criminales un pequeño regicida en potencia». En efecto, parece, según este filósofo, que el poder estatal tuviera que vengarse de los actos o conductas que ponen en peligro la paz social o el bienestar común y la autoridad legítima de los gobernantes.
En la Antigüedad existían las torturas en casos de enfrentamientos bélicos, guerras civiles y luchas por el poder. Además, si se piensa en las decenas de miles de esclavos de la Atenas antigua y de Roma es evidente que la realidad social estaba marcada por la explotación y la discriminación.
La Inquisición es otra muestra de barbarie que justificaba el uso de distintos procedimientos de tortura en sus interrogatorios y que causó un inmenso dolor y sufrimiento a numerosas personas que eran inocentes y no se merecían, en modo alguno, ser tratados de esa manera tan cruel y despiadada. Con el paso del tiempo o de los siglos se tomó conciencia del horror de tales prácticas.
Y es que los principios cristianos son lo más opuesto que cabe imaginar a la tortura. El amor, la compasión, la solidaridad y otros valores éticos expresan, indudablemente, la humanización.
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