La poesía de Luis Carlos González

La poesía de Luis Carlos González

Introducción

Luis Carlos González Mejía nació en Pereira, “la querendona, trasnochadora y morena”, como él la bautizó. Corría el año de 1908, hacia las postrimerías de la heroica colonización antioqueña desatada en el siglo XIX sobre las fértiles pero boscosas tierras del llamado Eje Cafetero y del norte del Tolima y el Valle. Entonces Risaralda, su actual departamento, no existía, por lo cual él era caldense a mucho honor, oriundo por tanto del Viejo Caldas, “la mariposa verde” que cantara en uno de sus sonados bambucos.

Luis Carlos, además, fue poeta, un gran poeta. Como todos lo somos, según decía. En su poema Fábula, por ejemplo, respondió así a una pregunta de su pequeña hija, Marta -“Papá: ¿Quién hace los versos”-:

Que quién escribe los versos, / preguntas chiquilla inquieta. / Es mentira que se escriban / y mentira los poetas. / Los dicta el alma y, entonces, / como las palomas, vuelan, / rayando luz de regresos / en largas noches de ausencia.

Así como nace el sol, / sin candiles que le enciendan, / y sin que nadie le enseñe / canta el agua montañera, / acunados por la dicha / o acunados por las penas, / los versos que nadie escribe / los puede escribir cualquiera.

Comprenderás la lección / que te dicta mi experiencia / cuando sepas que es la dicha / llanto que no se remedia, / que hay risa de caramillo / y llanto de pandereta, / porque el alma, Marta linda, / jamás estuvo en la escuela.

“Los versos que nadie escribe los puede escribir cualquiera”, subrayemos. Es decir, cualquiera de nosotros puede escribir poesía, ser un poeta y de hecho lo es, lo somos, cuando asumimos como propios, al sentirlos profundamente en el alma, esos versos de “nadie”, no de alguien (cual si fueran anónimos, de autor desconocido, como allí lo sugiere sin rodeos). Todos somos poetas, en definitiva.

Más aún, la poesía está en todo: en la salida del sol cada mañana, “sin candiles que le enciendan”; en el agua montañera, pura y juguetona, o en la risa, que a veces es llanto porque hay “risa de caramillo y llanto de pandereta”, confirmándose en esta forma el aserto inicial sobre quién hace los versos: “Es mentira que se escriban y mentira los poetas”.

¿Dónde, pues, nacen los versos? En el alma, es la respuesta definitiva: “Los dicta el alma y, entonces, / como las palomas, vuelan, / rayando luz de regresos / en largas noches de ausencia”. La poesía nace acá, en el alma de cada uno, de cada ser humano, de manera natural o espontánea, al reír y al llorar, al ver la naturaleza, al escuchar el canto de los pájaros, al soñar y al vivir.

Como es sabido, se trata de una visión romántica, idealista, platónica en el mejor sentido de la palabra, según la cual sólo basta abrir los ojos y mirar hacia dentro de sí mismo para descubrir la magia que nos rodea, la belleza que salta por doquier e incluso la sabiduría que no puede ser enseñada “porque el alma, Marta linda, / jamás estuvo en la escuela”. El poeta -podemos concluir- nace, no se hace, lejos de formarse en una escuela o universidad, por buena que sea.

¿Y quien escribe los versos -valga el interrogante final- no es acaso un poeta? ¡No! “Es mentira que se escriban y mentira los poetas”, insistamos. Al respecto, su respuesta no aparece aquí, en Fábula, sino en el breve mensaje que me envió cuando yo tenía escasos quince años de edad y lo invité a publicar uno de sus poemas en el periódico estudiantil “Satélite”, del que yo era director en el Colegio Rafael Uribe Uribe de Pereira:

“Amigo Sierra: Nunca he sido nada distinto a un modesto versificador y el calificativo de “poeta” no existe para mí, para aplicación propia o ajena. Siempre he considerado que el poeta es el lector, obligado a gozar, ya rimado, un pensamiento propio que no le ha sido posible expresar envuelto en forma armónica, sonora y agradable.”

“El poeta es el lector”, claro está. Es usted o soy yo; es cualquiera de nosotros. Todos somos poetas, sí. Cada uno, aunque no escriba versos, lo es en su pensamiento, en lo íntimo de su alma, como observamos arriba. El llamado “poeta”, por su parte, no es más que un simple versificador, cuyo único mérito sería ponerle rima (y ritmo) a lo que aquel, obligado en cierta forma a gozarlo, no puede expresar. De ahí su confesión: “Nunca he sido nada distinto a un modesto versificador”, para concluir, ratificando lo expuesto antes: “El calificativo de poeta no existe para mí, para aplicación propia o ajena”.

Ésta es, a grandes rasgos, la poética de Luis Carlos González. Se ciñe, sin duda, a la concepción aristotélica basada en la ética y la estética, en la armonía, en la belleza de contenido y de forma, en la musicalidad y en las estructuras tradicionales, por lo general con versos octosílabos o endecasílabos en estrofas de cuatro a diez versos, y obviamente en los sonetos, símbolo de la perfección en la poesía clásica.

Era platónico, a su vez, por la mencionada introspección, por el mundo interior que ilumina al mundo exterior, por sentir más el corazón que la razón, y por el romanticismo que declaraba igualmente en la nota personal que me dejara, en sobre cerrado a mi nombre, en la recepción del Club Rialto, del que era secretario: “Sigo siendo un romántico, pasado de moda, operado con leña y sin repuestos”.

En su obra, por último, es notoria la influencia de la poesía popular antioqueña y española, desde Antonio José -“Ñito”- Restrepo y Jorge Robledo Ortiz hasta García Lorca y Bécquer, para citar los más conocidos. Fue, en realidad, un gran poeta popular, orgulloso de serlo. Y lo sigue siendo, como lo demuestra el Festival Nacional del Bambuco, que se realiza en Pereira cada año, en homenaje a su memoria.

Un poeta popular

Luis Carlos González es el gran poeta popular de Pereira y del Viejo Caldas. “La voz que te canta es el alma de mi pueblo”, le escribía a su preciosa Antioqueñita. Y el pueblo, además, lo ha proclamado de tiempo atrás -desde cuando él aún estaba vivo y con mayor razón tras su muerte en 1985- como el mejor intérprete de sus sentimientos, de su paisaje, de sus anhelos y, en general, de los valores culturales que lo identifican. Su casa, recordemos, es la actual sede del honorable Concejo Municipal en la capital risaraldense.

Su alma de poeta, por así decirlo, era precisamente el alma de su pueblo, del pueblo caldense (que hoy comprende a los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda), un pueblo sobre todo de origen antioqueño, cuya cultura representa en grado sumo. La cultura paisa, de la que hablara el profesor Currie entre las cuatro que integran nuestra nacionalidad, cubre por completo su obra poética y se manifiesta en cualquiera de sus versos tomados al azar.

Como es sabido, Antioquia ha gozado de una honda tradición de cultura popular, en ocasiones con proyección universal. En la literatura, por ejemplo, están los nombres estelares de don Tomás Carrasquilla y Manuel Mejía Vallejo, como en el arte se destacan Pedro Nel Gómez, Rodrigo Arenas Betancur y Fernando Botero, mientras en la filosofía es Fernando González quien marca la pauta, entre muchos otros que ustedes, con seguridad, tendrán en mente.

Pues bien, Luis Carlos González deberá incluirse en esa lista, con méritos de sobra. Es acaso el más digno representante de la cultura paisa en el Eje Cafetero. Él mismo lo decía, quizás con desparpajo: “Como yo soy montañero, / montañero es mi vocablo” (este calificativo, a propósito, se ha referido desde épocas remotas al pueblo antioqueño por sus montañas -en especial, para distinguirlo de las gentes del centro del país, que habitan en la sabana, y de la Costa Caribe, que son costeños-, a veces con sentido despectivo, como en las guerras partidistas libradas en el siglo XIX contra el estado soberano del Cauca).

“El poeta de La Ruana”, que en su libro titulara Héctor Ocampo Marín -ilustre miembro de esta Academia en representación del Viejo Caldas-, asumió a cabalidad los valores particulares de la cultura paisa, exaltándolos en nombre de su pueblo, el pueblo montañero de Antioquia y de las vastas tierras que colonizaron antiguos arrieros. Precisamente “La Ruana”, su más famoso poema, es ejemplar en tal sentido.

“La capa del viejo hidalgo / se rompe para ser ruana / y cuatro rayas confunden / el castillo y la cabaña”, son sus primeros versos que resaltan, por un lado, el origen hispano del pueblo paisa, remontándolo hasta los tiempos de la conquista (de ahí la mención del hidalgo y el castillo), y, por otro lado, “la cabaña” de su gente humilde, sencilla, pobre si se quiere, que allí ha sido mayoría, tanto como en el resto del país.

La gesta colonizadora, a su turno, tampoco podía faltar. Leamos, siguiendo tan hermosa alabanza de la ruana, elemento popular por excelencia: “Es fundadora de pueblos / con el tiple y con el hacha, / y con el perro andariego / que se tragó la montaña”. Ésta es una maravillosa síntesis, en verso, de aquella titánica proeza, descrita con mano maestra en las investigaciones históricas y sociales de autores como James Parsons, Jaime Jaramillo Uribe y Otto Morales Benítez, a quienes es oportuno rendir aquí un sentido homenaje.

Pero, continuemos: la ruana es “abrigo del macho macho”, mención explícita del machismo característico de los paisas, de su hombría, de su valor, de su “verraquera” como suelen decir; es cobija en la cuna del primer niño y de tantos más en familias con prole numerosa; es “sombra fiel de los abuelos”, los amados abuelos, que eran el pilar de los hogares, y es “tesoro de la patria”, título que pone de presente el patriotismo de sus gentes, mezclado con su férreo regionalismo; es, además, “calor de pecado dulce / y dulce calor de faltas”, cuya interpretación es preciso callar por decencia.

Para terminar, después de reiterar que la ruana antioqueña surgió de “una capa castellana”, el poeta resalta su “noble ancestro de Don Quijote y Quimbaya” que vuelve sobre el origen español pero también indígena, en especial de los quimbayas, quienes ocupaban los territorios del Viejo Caldas durante la época precolombina, en la que fueron, con su extraordinario talento artístico, “los mejores orfebres de América”.

“Por eso cuando sus pliegues / abrazo y ellos me abrazan, / siento que mi ruana altiva / me está abrigando es el alma”, son las palabras finales, otra vez con el alma del poeta a flor de piel, cantando.

Lo que acabamos de ver en “La Ruana” se presenta aquí y allá en los distintos poemas de Luis Carlos González, sin excepción. Su lenguaje, en fin, está plagado de personas, animales, lugares y objetos que encarnan la tradicional cultura paisa, enunciada en forma poética: abuelos y comadres, campesinos y arrieros, gallos y aguardiente, machete y hacha, carriel y cafetales, esquinas y caminos, fondas y casas viejas, tiples y serenatas…

Todo ello constituye una auténtica “poética del espacio” que llamara Bachelard, siempre con expresiones populares -“A calzón quitao”, por ejemplo- y metáforas elementales, como lo hace al pintar la salida del sol -“Cuando prendió la mañana / candela sobre los cerros”- o al llegar la noche -“Cuando a la luz de la tarde / se la roban los luceros”.

Es un lenguaje prosaico, se dirá. Pero, también es poético: la poesía popular que venimos recalcando, con el propósito obvio de que el pueblo la entienda, la adopte como suya, la aprenda de memoria, la declame en público y la cante en los bambucos, en sus bambucos, cuyo repertorio es amplio, diverso, desde su Madre Labriega y Vecinita hasta Caminos de Caldas, Mi Casta y Muchachita pereirana, sin olvidar su inmortal Ruana que abre el citado Festival Nacional del Bambuco.

Aclaremos, sin embargo, que todo este escenario popular, idílico y romántico, está bañado por la nostalgia que despierta el recuerdo, la añoranza por los tiempos idos y, en primer término, la angustia por la pérdida definitiva de lo que ayer se disfrutaba en familia, alrededor de los abuelos:

“Sobre el terrón de mi patria / son las fondas, ya sin cantos, / adiós de gloria  viajera / sobre relojes descalzos” (Fondas de Ayer). 

Un poeta romántico

“Quién que es –preguntaba Darío-, no es romántico?” ¿Qué poeta, además, no lo ha sido? Pues bien, Luis Carlos González era un poeta romántico, del corte más clásico, con manifestaciones tan auténticas en tal sentido como su “Biografía del corazón”, una bella trilogía de sonetos que firmarían con gusto los mejores exponentes del género; o “Cuando llegue esa noche”, sobre “tu cuartito pequeño con tibieza de nido” que “gritará, cual secretos que la noche silencia, / el dolor infinito que te causa la ausencia, / la congoja sin nombre que te causa mi olvido”, escrito en perfectos alejandrinos; o el que él me envió para “Satélite”: “Soneto inútil”, donde “todo en nosotros grita que mentimos / al callar el anhelo que oprimimos / en nuestra silenciosa compañía. / Y que la realidad de nuestra entrega / sigue apresando, con mudez que ruega, / nuestra inútil cobarde cobardía”.

Abundan, pues, sus clásicos poemas románticos (aunque el romanticismo, paradójicamente, se enfrentó al clasicismo con raíces griegas y latinas), pero lo singular en él fue, para volver a lo dicho antes, un romanticismo popular, nada retórico a la manera de la célebre Escuela Gregoquimbaya o Grecocaldense que reinó durante su época en la fría y empinada Manizales, ciudad tan ligada a sus afectos. No. Luis Carlos sí era un romántico, “pasado de moda”, pero -y aquí viene lo novedoso u original- “operado con leña y sin repuestos”.

“Operado con leña”, repitamos. O “montañero”, que es igual. Su corazón, por tanto, ardía en leña por la mujer amada, esa “Muchachita Pereirana” o “Parrandera” y también “Montañera” a la que cantan todavía, en noches que cada día se hunden más en la sombra, sus íntimos bambucos, interpretados por serenateros que despiertan la mañana. Es lo que leemos y vivimos en versos que nos hablan de sentimientos (con lágrimas, juramentos, besos y dolor), en ciertos lugares (ventanita, callecita, paisajes, huellas, encuentros…) y en tiempos de Navidad y de Cosecha, según observaremos a continuación.

“Para cantar tu presencia, / muchachita pereirana, / que luces como un clavel / sobre el terrón de la patria, / Otún escribe bambucos, / colonizando sus aguas”, dicen estos versos que aluden tácitamente a la colonización antioqueña del mismo Río Otún (el emblemático río de Pereira) a través del bambuco, mientras a la mujer nativa, para elogiar su belleza, la compara con los claveles que abundan por acá, en “el terrón de la patria”, de manera similar a las siguientes metáforas salidas del paisaje cafetero del Viejo Caldas: “Carbón de caimo es tu pelo; / tu talle, fiesta de guadua, canción de jazmín tu risa”, para concluir en tono romántico, exaltado: “Te hizo Dios, en un derroche / de auténtica aristocracia, / ladrona de corazones, / muchachita pereirana”.

En “Montañera”, a su turno, describe el adiós de su amor “en mala noche morena, / sin cocuyos encendidos”, para rematar con rabia, como si todo a su alrededor fuera culpable de tan profunda desolación:

Por eso aborrezco al viento / que pulsa el guamal florido; / odio a la noche y el perro / que pan compartió conmigo; / soy enemigo del agua / que arrastra su sed de río; / aborrezco al sol y el rancho / y la tierra que cultivo / y sólo sigo queriendo / la punta de mi cuchillo / y aquella, la montañera, / que se me robó el camino.

Cocuyos, viento, guamal, río, rancho, tierra, cultivo…, son el entorno habitual, cotidiano, de la vida aldeana para los campesinos y pueblerinos cuyo espíritu romántico, que todos llevamos dentro, se identificaba con ese lenguaje simple del poeta.

“Muchachita parrandera”, en cambio, alcanza dimensiones de verdadera poesía social, con sentido crítico, por aquella humilde “mujer de todos”, cuyo nombre es un apodo y cuya vida se convirtió en “cruel comedia”, “viviendo de la mentira”. Este aspecto, a propósito, se revelará con mayor intensidad en sus poemas de humor, como veremos más adelante.

Pero, volvamos ahora a lo enunciado arriba, sobre sentimientos, lugares y tiempos que mantienen tanto la tradición paisa como el entorno natural del Viejo Caldas, que dan origen a ese romanticismo popular, característico de la poesía de Luis Carlos González. Basten algunos ejemplos entre los muchos que proliferan a lo largo de su obra.

“Porque desde que te fuiste -afirma el poeta en su libro Sibaté, Asilo de versos-, / como espina que se arranca, / te está siguiendo mi anhelo / por una trocha de lágrimas”. La trocha, como se sabe, es un camino montañero, a veces metido en el matorral o entre malezas e incluso entre plantas con espinas, en el que se recortan las distancias, como un atajo. Aquí escuchamos, por enésima vez, la voz del campesino que fue abriendo montes, a golpes de tiple y hacha, en los tiempos de la colonización antioqueña.

En “Besito de fuego” oímos el eco de Bécquer -“Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso, yo no sé / qué te diera por un beso”- cuando dice: “Una aurora por un beso, / una dicha por un día, / luz a cambio de alegría, / es mi fervoroso rezo”, oración que se cierra con la obligada referencia al beso robado, expresión muy paisa que llegó a ser juego de competencia entre parejas como gran regalo de aguinaldos navideños: “Aquel besito de fuego / que te robé, vida mía, / hizo que muriera el día, / y Dios dirá, sin recelo, / si es verdad, morena mía, / que el sol fue llanto del día / en las ojeras del cielo”.

¿Cómo no revivir, además, las románticas serenatas en “Ventanita”, descritas en tono delicado, como para no despertar a la amada o, más bien, para que siga soñando, arrullada por los bambucos que suenan en mitad de la noche o en la madrugada, cuando el pueblo aún duerme? ¿Cómo no sentirse ahí en medio del Eje Cafetero, frente al balcón de una casa multicolor de madera y bahareque? Leamos:

Tu ventanita cerrada, / que abrir mi canción se atreve, / es jirón del cielo leve / que le faltó a la alborada; / es cual boquita callada / que, con cruel silencio rojo, / parece, siempre, mi antojo, / sin decirme nunca nada.

“Tu callecita, morena” (morena, como tiene que ser) alude, por su lado, a otro lugar de encuentro en la conquista amorosa, como la mencionada “ventanita cerrada / que abrir mi canción se atreve”: “Contigo linda es tu calle, / linda es tu calle contigo, / cual un retazo del cielo / que el Señor haya perdido”. A la obligada referencia religiosa, cristiana, que brota del alma antioqueña nacida de la tradición española, se suman acá, de nuevo, palabras populares como “retazo” que en este caso es un pedacito de cielo.

Por último, estos diversos elementos aparecen en “Paisaje”, una pequeña obra maestra de antología, en la cual el vate no envidia la belleza del arroyo campesino, ni los trinos del pájaro montañero, ni el paso del viento por el guadual, frente a su hermosa enamorada, cuya ausencia todos extrañan, como si la naturaleza entera tuviese los mismos sentimientos del poeta: “Arroyo, bambú y jilguero, / testigos de mi querer, / siempre llorarán conmigo / lo que nunca ha de volver; / ellos sentirán envidia, / yo sentiré padecer, / pero siempre lloraremos / todos por esa mujer”.

Poeta del humor

Como otros autores románticos en diferentes épocas, desde William Sakespeare hasta José Asunción Silva, Luis Carlos González tuvo, además del sentimiento trágico de la vida al decir de Unamuno, poemas de humor, comunes al autor de “Romeo y Julieta” en su “Comedia de las equivocaciones” y al de los Nocturnos en sus “Gotas amargas”, obras inconcebibles en ellos para muchos de sus lectores. El amor y el humor, ciertamente, son pasiones cercanas, que en ocasiones se funden como en la tragicomedia, donde la risa y el dolor están juntos.

Más aún, el maestro de “La Ruana” se parece, por tanto, en sus jocosas “Carajadas” (que por momentos provocan estruendosas carcajadas), a su tocayo Luis Carlos López –El Tuerto López-, el poeta mayor del humor en Colombia y América Latina-, al coincidir en su amor a la tierra natal: Cartagena y Pereira, pero también en hacer evidentes sus vicios y defectos, los aspectos y situaciones que allí mueven a risa y, en general, una visión crítica, por momentos demoledora, que se opone por completo al carácter idílico, romántico, tanto de “La Ciudad Heroica” como de “La Perla del Otún”. Ambos son románticos que caen en lo trágico y lo cómico en forma simultánea. Veamos esto en detalle, con varios ejemplos.

“Ya no soy el romántico trovero / que tu pasado, con pesar, evoca”, confiesa el poeta en diálogo imaginario con su amada, el cual se cierra con un brochazo de humor negro, bastante fino: “Y añorando el placer de nuestros días, / soñamos con las nuevas alegrías / de otros besos de amor en otros labios”.

En “Gota de ayer”, la nostalgia se repite, estando de regreso en una taberna: “Aunque todo es igual, todo ha cambiado; / nuestro rincón es resto abandonado / de naufragio de sombras sin sentido”, para terminar con otra escena jocosa, como quien se niega, bañado en alcohol, a pagar una deuda en el bar: “Y ocupa nuestra mesa solariega / nuestro recuerdo que, borracho, alega / una cuenta de amor con el olvido”.

A lo anterior se suman pasajes en torno a típicas escenas aldeanas, relacionadas con el amor: el marido que anhela ser infiel “a los sesenta”, pero sólo genera celos infundados en su angustiada esposa; el pretendiente que defraudó a su novia cuando ésta lo “sorprendió comprando un entretenedor”, y el viejo aspirante a ser don Juan Tenorio, cuyas conquistas juveniles son “apenas un poquito de malos pensamientos”, cuando no una aburrida visita a quien no interesaba sino jugar tute y parqués mientras le daba “chocolatas, galletita y pastel”.

Es aquí precisamente, con estas breves crónicas en verso, donde la poesía humorística de Luis Carlos González puede compararse con la de Luis Carlos López, el querido cultor de “Los zapatos viejos”. No por algo distinto él escribió un soneto en su honor, “con curiosa amargura: ¿Qué hizo el tuerto famoso, su famoso fusil…?”.

De hecho, la Cartagena de El Tuerto se transforma (por la alquimia del verbo de que hablara Rimbaud) en Pereira, como es fácil apreciarlo en su poema “Bobópolis”, título que manifiesta sin rodeos su crítico mensaje:

Es mi cándido pueblo el edén del catarro; / sus callejas soportan -además de cemento- / vagos, cheques, embargos, mucho tanto por ciento / y un montón de cacharros. 

Cada mes hacen ferias: invasión de zamarros / y jumentos montando semejantes jumentos; apabullan sus plazas -donde sobran asientos- borsalinos sin testas y botines en barro… 

Porque en este mi pueblo -y es verdad que da grima-, / por carencia de escuelas y caprichos del clima, / se da el bobo y el mango, pero así, por racimos.

Es otra pieza maestra, como salida del genio cartagenero, perdido en las breñas de Caldas: un pueblo cándido, víctima de “el edén del catarro”, con sus callejuelas repletas de vagos, colimbas y comerciantes, donde abundan las ferias ganaderas, los bobos y los mangos, aquellos centenarios árboles de mango que todavía adornan la plaza principal con el imponente “Bolívar desnudo” de Arenas Betancur.

En síntesis, Luis Carlos González es pereirano raizal, amante de su terruño, pero se mofa del pueblo, al que llama “Bobópolis”; rinde culto a la vida local, con espíritu cívico, pero hace burlas de la celebración del Día de la Raza, del hecho de ser colombiano y hasta de legendarias figuras históricas, como Manuelita Sáenz; ataca, con dureza, la injusta desigualdad social, aún contra los curas que predican la pobreza sin aplicarla, y adora la naturaleza, pero cuando va al campo, no soporta el ruido de las chicharras, ni halla “tales turpiales”, y, para colmo de males, debe cargar “el agua en dos tarros porque no hay manantiales” y agotar sus “cigarros, espantando mosqueros”.

Se burla, sobre todo, de sí mismo, como poeta, de quien dicen “los de casa” (o sea, en su familia) “que soy buen haragán y mal tiplero”, cuya “pobre canción, voz alienada”, revela que le “falta un tornillo a la anticuada / máquina de escribir con que la escribo”, acaso sin admitir que a quien le falta un tornillo es a él.

Por último, ridiculiza a sus críticos, que nunca faltan, en el simpático soneto que les dedica al iniciar sus “Carajadas”:

Leyó mi verso el crítico y al rato, / con ademán postizo de erudito, / jalándose del pelo lanzó un grito / que malogró la siesta de mi gato.

Pontificando -sordo pichicato- / con sapiencia servil de hiposulfito, / sobre la mansedumbre de mi escrito / fijó su suficiencia de clorato.

Su cátedra, ¿por qué? Vaya el secreto: / no ser abstracto, todo lo concreto; / ni ser caro el amor, siendo barato.

¿Cómo quedó, después, nuestro terceto? / Yo tranquilo, escribiendo este soneto, / y furiosos, el crítico y el gato.

Conclusiones

Como decíamos al principio, en la obra de Luis Carlos González hallamos a un gran poeta, quien sin embargo no se presentaba como tal sino como un simple versificador, para quien la poesía está en cuanto existe y, sobre todo, en el alma de cada lector. “Poesía eres tú”, en palabras de Bécquer.

Era, por tanto, un poeta romántico, pero el suyo es un romanticismo popular, auténticamente paisa, del Viejo Caldas, como se revela también en sus poemas de humor, los cuales ameritarían un amplio estudio comparativo con los de Silva en sus “Gotas amargas” y, claro, con los de El Tuerto López, estableciendo, por ejemplo, las múltiples relaciones entre Cartagena y Pereira.

Es necesario, en fin, volver la mirada a los grandes escritores nacionales, lejos de permitir que se hundan cada vez más en el olvido, obviamente en nombre de la identidad cultural, de esa cultura propia, con profundas raíces históricas, a que consagraron sus vidas miembros preclaros de esta Academia, como Otto Morales Benítez y José Consuegra Higgins, ante cuyo recuerdo permanente nunca podremos eludir tal compromiso.

Y con mayor razón se requiere hacerlo en las circunstancias de hoy, en tiempos tan sombríos para las distintas manifestaciones culturales, cuando reina el menosprecio por la vida intelectual en medio del ciego pragmatismo, el materialismo absoluto y la civilización del espectáculo que llama el Nobel Vargas Llosa, además de la terrible sumisión ante las modernas tecnologías que parecen condenarnos al entretenimiento.

Debemos, pues, proteger nuestro patrimonio cultural, como empiezan a hacerlo numerosas naciones del planeta frente al avance incontenible de una globalización que borra fronteras y pretende arrasar con las expresiones autóctonas para volvernos iguales, idénticos, como si los seres humanos fuéramos una enorme producción en serie.

Si logramos tan noble propósito, la obra de Luis Carlos González tendrá el debido reconocimiento en el mundo entero, donde las más bellas voces seguirán interpretando los versos musicales de “La Ruana”, la capa del viejo hidalgo, con su noble ancestro de don Quijote y Quimbaya, que nos está abrigando el alma…

Nota: Esta Disertación fue presentada en el acto de posesión del Prof. Jorge Emilio Sierra Montoya, como Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua (Bogotá, Octubre 24 de 2016).

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