La cadena Cuatro emite a las 22,30 de los martes el sangriento concurso ”Killer Karaoke”. En un plató de 1.200 metros cuadrados, Florentino Fernández y Patricia Conde presentan a los dos invitados famosos y a los ocho concursantes de cada entrega. En la primera puesta en escena, llamada “Micro loco”, los participantes deben interpretar una canción mientras reciben chorros de agua y pequeñas descargas eléctricas.
Sin valorar las aptitudes musicales, el espacio tiene en cuenta la resistencia de sus concursantes ante las diferentes pruebas a las que son sometidos. Bajo el lema “pase lo que pase, no pares de cantar”, solo uno puede resultar el vencedor. Cuatro rondas de dos concursantes cada una en la que uno gana. Los cuatro finalistas se juegan el premio de 3.000 euros sobre el “Disco inferno”, un plato giratorio que aumenta continuamente de velocidad.
Flo y Conde vuelven a encontrarse en un formato que parece hecho a medida: humor, caos y mucho espectáculo de mala calidad. La idea del programa no es del todo despreciable. El hecho de obstaculizar las actuaciones de los participantes resultaría divertido, si no fuera porque, en “Killer Karaoke”, esto acaba derivando en algo repugnante.
El problema radica en el tipo de pruebas que se deben superar: sumergirse entre serpientes, soportar duchas de gusanos, grillos y cucarachas, andar entre escorpiones, saltamontes y lagartos o meter la cabeza en una jaula con una mofeta. La tortura como espectáculo no es nueva, ya se probó en el año 2.000 con ¿Quién dijo miedo? y no dio resultado. A lo mejor ahora, que la sociedad está más preocupada por el maltrato a los animales que a las personas, este formato pueda ser aceptado.
Con este concurso el espectador no puede aguantar las muecas de angustia, de espanto o de aversión mientras contempla la bochornosa demostración de que hay gente capaz de cualquier cosa. Con ello, se corre el peligro de pactar con la parte más salvaje del espacio mientras ello suponga diversión. Se puede llegar a la conclusión de que éste es el tipo de entretenimiento que quiere la audiencia apostar por el “más difícil todavía” en un contexto demasiado cruel.
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