Vivimos en una cultura de la muerte, que nos rodea por todas partes, aunque esté oculta tras los ropajes del consumo y bienestar. Basta profundizar un poco para que esta indigencia mortal se presente tal como es, con un egoísmo feroz, una violencia agresiva y el poco respeto por la vida que es un don divino. Todo ello aliñado por los mejores ingredientes hedonistas y materialista que nos llevan a un estado de naturaleza donde todo está permitido, donde no existe el más mínimo referente moral.
El Papa Francisco reivindica los más altos ideales de la política en el discurso que realizó ante el Congreso de Estados Unidos en Washington.
Pidió el fin de la pena de muerte, clamó contra el aborto y las uniones homosexuales, criticó el comercio de armas e invitó a volcarse en la protección del medio ambiente y de los más desfavorecidos.
También recordó que era necesario «custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo». Ese principio choca con la imposición que el Gobierno estadounidense quiere hacer a los centros médicos y hospitales católicos para que practiquen el aborto y ofrezcan métodos anticonceptivos en sus instalaciones.
Al hablar de la pena de muerte suelo afirmar que. «Una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación».
Por otra parte, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU aprobó una resolución en la que se sugería a todos los países de la tierra abolir la pena de muerte, defender la dignidad y los derechos inalienables de toda persona humana, en todos los momentos de su existencia.
Hay que abolir la pena de muerte en todo el mundo. Nada justifica la pena capital. La vida de un ser humano es propiedad, exclusiva, de Dios.
“El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente, el derecho inviolable de todo ser humano a la vida”, señala la Encíclica “Evangelium vitae”
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