El niño, desde el momento de su concepción, goza de toda la dignidad de la persona humana. Esa criatura tiene el derecho a la vida y a la educación. Guiar y desarrollar el intelecto son el fundamento de la tarea educativa de los progenitores.
Los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos, ya que existe una continuidad entre la transmisión de la vida humana y la responsabilidad educadora. La familia tiene, por lo tanto, el deber de educar a la prole, ya que es esencial, original y primario frente a otros agentes educativos y es insustituible e inalienable, no puede ser usurpado ni delegado.
El fin de la misión educativa de los padres no puede ser otro que enseñar a amar a sus hijos. El amor es el alma de la educación. La meta y el motor interno de la educación es el amor de los padres hacia sus propios hijos.
La educación de los descendientes es una proyección y continuación del amor conyugal. No se puede olvidar que todos los agentes educadores son siempre colaboradores de los padres. Los padres deben educar a sus hijos en y para la libertad.
La misión educativa de los padres, más que de transmitir, se trata de contagiar el amor a la verdad, que es la clave de la libertad. Por lo tanto la educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad.
Los padres deben dar un testimonio del valor de la vida, encarnado en una existencia concreta. Cuando los hijos son mayores, no hay nada que agradezcan más a sus padres que una educación libre y responsable. La educación de los hijos es el mejor negocio que pueden llevar a cabo los padres, es el negocio de su propia felicidad.
En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se manifiesta que “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. Son los progenitores y no el Estado los titulares del derecho a la formación de sus hijos.
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