Sí tomáramos como cierta la conjetura de Leibniz, la que se desprende de que la humanidad habita el mejor de los mundos posibles, debiéramos entonces a aventurarnos a afirmar que en todos los órdenes administrativos tenemos el mejor de los gobiernos que hemos elegido y que cualquier apreciación que no vaya en tal sentido, es decir conjeturas contra fácticas, caerán en que siempre habrán de ser la peor de las opciones de las que vivimos. ¿No debemos atribuir a Leibniz entonces la idea de que toda innovación es el fruto de una rebeldía condenable? No. Que Dios haya creado el mejor de los mundos sólo nos obliga a admitir que lo que ha sucedido era lo mejor que podía suceder; no, que deba seguir sucediendo. El contento con el pasado es compatible con la voluntad de no repetirlo. Leibniz nos aconseja, pues, actuar conforme a lo que juzguemos más conveniente, convencidos a la vez de que, si las cosas no sucedieron así antes, ello fue porque no había llegado su hora”. (Javier Aguado Rebollo. “¿Por qué, según Leibniz, vivimos en el mejor de los mundos posibles?. Thémata. Revista de filosofía. Núm. 42, 2009).
Algo es cierto, o al menos conjeturalmente más certero, la mayoría de los presentes paralelos que imaginamos siempre nos invitan a que los pensemos propositivamente o mejor de lo que estamos. Es decir, naturalmente, en un acto de fe de la humanidad, creemos que podríamos estar mejor, cuando en verdad, lógicamente, también podríamos estar peor y esto último es lo que nos cuesta hacer pensable o asimilable.
Esto es a lo que reacciona Leibniz, cuando por intermedio de sus tesis de las monadas, responde al resquemor mundial u occidental que había producido el terremoto de Lisboa de 1755 que hubo de además de cobrarse tantísimas víctimas, derribar iglesias más no así los burdeles.
El filósofo les responde a la comunidad internacional, lo que luego sería el alma-mater de los coach de autoayuda; podría haber sido peor, o lo que es mejor, todo sucede de manera que lo vivido es lo más conveniente que podemos estar viviendo.
Podríamos empezar a entender la política en este sentido, al menos hasta las elecciones, o mejor dicho hasta el cambio o la continuidad de un gobierno (podría pensarse, lo que desde hace un tiempo exclamamos, tal vez estemos avanzando a que se modifiquen los gobiernos, democráticamente, sin el paso obligado o clásico de las elecciones, caso actual de Venezuela). Darle la carga a los oficialismos, que son lo mejor que nos pudo haber pasado, desde que nos ocurrió, es decir desde que la mayoría los ha votado. Sin embargo, no son pocos los que en un juego masoquista, se dicen haber apoyado a los oficialismos y a mitad de camino les retiran ese apoyo (frases como me arrepiento de haberlos votado y demás) creyendo que de esta manera debilitan un partido, agrupación o gobierno circunstancial, cuando en verdad están debilitando al sistema político en general.
Es decir sí no creemos a modo de Leibniz, que tenemos en el municipio que nos colecta la basura, en la provincia que nos dice desde que lugar integramos la nación, a los mejores, posibles, manejando la cosa pública, entonces debieran salir todos los que así no lo creen, a ganar las calles o las alcaldías, las casas de gobierno a expresarlo. Sin embargo, como esto no ocurre, entonces el activismo de denostar, mediante la caracterización o el señalamiento semántico, es tan nocivo como atentatorio contra la institucionalidad es decir con la libertad, incluso del mismo victimario.
Puede sonar a principio ramplón, pero el respetar que hemos suscripto un convenio expreso, donde hasta las fechas electorales, lo que hemos elegido, mayoritariamente, no solo se condice con lo democrático, sino con esta posición teleológica, de fe, de optimismo, de esperanza o de posibilidad humana de que nos vaya mejor, es lo elemental a lo que nos debemos atener, tiene que ver en nuestra saluda individual, en todos los órdenes, y bajo la cual se construye el cuerpo colectivo.
Esto no significa que no se pueda cambiar o no se tenga la convicción de que otros o de otra manera se podría estar mejor, sino simplemente que para que ello suceda, se debe actuar conforme a los tiempos, a los procesos y a los momentos. De lo contrario, quién cree que actúa para modificar algo, en circunstancias que no corresponden no hace más que colaborar, activamente con lo que dice estar en desacuerdo manifiesto.
Es decir, en la política actual, todos los que se consideran anti-gobierno, anti-administración o posibles alternativas a lo que determinan como la expresión de lo peor o la debacle, en este tiempo en que no corresponde hacerlo, no hacen más que azuzar la posibilidad de que el gobierno del que se dicen oponer, sin mucho más para ofrecer que no sea garantizar que la gente vote cada dos años, continúe en ese oficialismo del orden que fuese.
Tal como en Lisboa en 1755 el terremoto de la pobreza, de la marginalidad y de los problemas económicos, sociales y culturales, no deben llevarnos a preguntar porque no hacen más o mejor a los que hemos votado, sino, qué mejor o cuanto mejor, lo podrían hacer, los que en el momento democrático señalado, se presenten, se oferten, se propongan para llevarlo a cabo.
No debemos quedarnos en el lamento de que el terremoto se haya llevado a los que no hubiéramos deseado que le ocurriese, o en creer que habían otros a los que le hubiera tocado irse o tal desgracia (en la antediluviana concepción de que el otro siempre es responsable o adjudicable de lo peor) como con las iglesias y los burdeles, sino pensar o valorar, a los que algo nos tengan para decir en cómo evitar tales terremotos o en su defecto, como actuar para evitar peores daños en el caso de que sea inevitable que cada tanto la tierra se mueva para que nos recuerde que estamos no sólo de paso, sino también de prestado y circunstancialmente.
En todo caso la democracia no es, como se afirma el menos malo de los sistemas conocidos, sino el mejor al que podemos aspirar desde nuestra mediocridad diezmada por un temor espantoso a que siempre nos terminará yendo mejor, sin que hagamos nada para que ello ocurra.
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