“La libertad pone el fundamento, se dijo el solitario pensador y sobresaltado escuchó la voz que decía. Más Eros, contiene todas las llaves de los seres”. (Portela, O. Selva Negra. Recepciones diurnas, celebraciones nocturnas. Editorial Crisol.1980).
Parafraseando a Lacan, servirse del padre, para prescindir de él, es la mejor manera de poner dique a la pulsión de muerte.
Erebo o Poros, de acuerdo a distintas versiones, vendrían a ser los padres de Eros o del deseo de amor. El primero es un dios que personifica el vacío que llena las sombras. El segundo es la senda o el camino de la oportunidad. Ambos comparten, pese a sus diferencias, que llenan, que completan, que ponen, colman.
Como hijos dilectos de Eros (el primero en nacer de acuerdo a los misterios Eleusinos), a quién se le endilga el deseo amoroso, o el deseo ferviente, como de su amada “Psique” (alma o mente) no solo que heredamos el placer (Hedoné a quién Apuleyo le atribuye ser hija del maridaje mencionado) sino que en nombre del mismo, en la funcionalidad de puro goce repetitivo, hemos consumado el asesinato de nuestros padres que no son ni más ni menos que la mente y el deseo.
En la validación supuesta de que nos consultamos, de que hacemos uso de la libertad para escoger opciones, supuestas, sin condicionamientos, en la sacralidad, totémica de lo electoral, bajo tal ropaje consagrado como democrático, escondemos el afilado cuchillo, la daga envenenada que irá, certera y directamente a los órganos nobles de nuestros padres y más que parricidas, terminamos inaugurando esta dimensión en donde nos servimos de ellos, para prescindir de nosotros mismos o de todo, hasta de la muerte misma, dado que eliminamos la vida tal como la conocíamos.
Ya no hablamos, no pensamos, no deseamos otra cosa que no sea esta serie repetitiva en que nos hemos dado la oportunidad para desertar de nuestra humanidad. El goce travestido en sustancias, en la reacción, obviamente repetitiva también de ese otro, al que le pedimos que nos reconozca mediante la inter-fase de una red social, como si tal aprobación nos llenase, pretendiendo forcluir la idea del padre al que asesinamos.
Nos vaciamos sin pretender con ello volvernos a reconstruir, dado que dimos muerte al deseo.
Nos repetimos, nos susurramos, en psicosis colectiva que ya Sísifo cumplió su eterna condena, que pese a que sigamos empujando la piedra, algún día dejará de caer, o que tal vez seamos aplastados por la misma. Ocurrirá, no porque lo deseemos, dado que ya no lo podemos hacer, mucho menos porque lo imaginemos dado que aniquilamos también a la mente o alma, sino porque nos excede, porque la falta, no nos pertenece, ocurre o nos volverá a ocurrir, sin que lo tengamos en cuenta o conceptualizado. Tal vez un síntoma de que tal advenimiento este cerca tenga que ver con esto mismo, cada vez somos menos palabras, menos razón, el vacío de la acción pura, repetitiva, agotada ya de sentido, un día culminará y con ello nosotros, vacíos y mudos, sin deseo siquiera o posibilidad de expresarnos. Ya habremos dejado de ser, completamente, y tal vez sea lo que eso que llamamos mundo, este necesitando.
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