Tanto para aquellos que ven con buenos ojos lo que Chávez dio en llamar “La revolución Bolivariana” como para sus detractores, históricos o recientes, lo que ocurre con Venezuela y la democracia es pura y excluyentemente semántico o nominal. Tomando la definición teórica de que la democracia es la búsqueda de acuerdos, y más allá de su significado normativo internacional (que es lo que brota como tensión desde la última asunción de su mandato de Maduro en Venezuela) lo cierto es que cada una de las partes en litigio, discute, confronta o pelea por una denominación, ni siquiera por una idea, por un principio o por un conjunto de definiciones.
Es decir, de haber continuado su fundador en el poder, seguramente, la revolución habría girado hacia el lado para salirse de la categoría de estar inserto dentro de lo “democrático”. Sí algo poseía la línea fundadora era no sólo la claridad y la contundencia, sino también la determinación para dejar en claro cada una de sus acciones de gobierno. No por casualidad, ni por exotismo o por petrodólares, la Venezuela Bolivariana había concitado la atención internacional de sectores llamados progresistas o de izquierdas.
Lo que pretendemos expresar, es que Maduro, no debiera dudar, ni por conveniencia circunstancial ni por mandato histórico de la propia historia política que lo puso donde está en la actualidad, en sacar a Venezuela de la trampa y del presidio de lo democrático.
Situar la cuestión de las libertades políticas y de todo aquello que se le endilga como falta, por fuera de Venezuela y dentro de todas y cada una de las democracias occidentales, es el único camino posible, no sólo de Maduro, sino de todos y cada uno de los intelectuales que pretenden un sistema de gobierno que sea más justo, inclusivo y ecuánime.
Se debe dar el salto de una vez, de salir de la zona de confort en que se ha transformado “lo democrático” como significante, apocado y anticuado, de aquello que se opone a lo dictatorial y que es fecundo en la garantía de libertades.
Muy pocas, por no decir ninguna de las democracias, reinantes en las últimas décadas se pueden ufanar de que han prevalecido, por sobre la pobreza, la desidia y la marginalidad, a la que someten a cientos de miles, en total millones, de sus suscribientes, a cambio de esas libertades que no son más que meras abstracciones que decoran los mandatos normativos de cumplimientos imposibles.
Sea la ciencia política, para su aplicación práctica, o los países que se precian de democráticos, dándole el valor a este significante, como lo mejor o lo menos malo que le puede suceder a cada uno de los pueblos, debiera tener como prioridad que se hable, se trabaje o se proyecte, en que cada segundo que pase, sean menos las personas que tengan problemas de hambre o de falta de alimentación.
En un mismo sentido, pero un supuesto accionar en contrario, todas las revoluciones existentes, o a existir, debieran trabajar sobre esto mismo, por no decir exclusivamente en esto. De lo contrario serán nada más que acciones, cinematográficas, performances de burdel, guionadas por filibusteros que en nombre de las buenas intenciones, se quedan en la pequeñez del nombre, en lo absurdo de la denominación, en lo nimio de la categoría.
El problema de Venezuela, es el síntoma de la grave enfermedad (¿terminal?) que afecta a todas las democracias de occidente, la prueba contundente, es que nadie, ni los oficialistas u opositores pueden ofrecer un tratamiento no ya efectivo, sino al menos digno, al paciente, que es el pueblo, que se está desgarrando en una muerte dolorosa y espantosa, mientras los que debieran velar por su salud y cuidado, discuten por el nombre del medicamento del que ni siquiera saben sí estará a tiempo de resultar útil o conveniente para salvar al pueblo, paciente y padeciente de una enfermedad de que tal vez tenga algo peor como remedio.
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