Coincidamos o no con la apreciación, estemos o no de acuerdo con ella, le tengamos aversión, pavor, respeto o devoción al ver, por la hendija de nuestras cerraduras, movilizaciones que la confirmen o un vacío que la ponga en duda, la revolución está en marcha. Es un proceso que se ha iniciado hace tiempo en nuestras democracias occidentales. Repasar de qué trata, ver que es muy diferente a las anteriores revoluciones en conceptos y metodología, ver a lo que apunta, es el sendero obligado para tratar de prever hacia dónde iremos con ella.
Desde la Revolución francesa, que le legó a la humanidad (en verdad, al Occidente que conquistó a sangre y fuego para luego someterlo al totalitarismo) libertad, igualdad y fraternidad, es un deber ser auténticos y aceptar nuestro mundo y nuestro modo de comportarnos; es nuestro deber, en nuestro hacer político, debatir o analizar las conquistas que llevamos como seres humanos desde aquel entonces. Debemos, primero, para nuestra consideración, establecer qué significó la Revolución francesa. Fouret, en su libro La revolución francesa en debate, la define de la siguiente manera:
Su objeto no es tanto conservar la república sino fundarla, desembarazándola de sus enemigos por medio del terror. De allí viene su superioridad sobra la ley y, por consiguiente, su independencia respecto de ella: así, lo que autoriza la suspensión provisoria del derecho es, más allá de la salvación pública, la exigencia superior de fundar la sociedad sobre la virtud de los ciudadanos…Ya no se trata de una guerra o una revuelta destinada simplemente a hacer que el poder cambie de manos. Se trata de un reinicio de los tiempos. La obsesión democrática por la novedad hace irrupción en la historia[…] La revolución no es más que el nombre moderno de la clásica situación de desobediencia legítima, explorada por tantos y tantos escritos de teología política. Sustituye al tiranicidio como instrumento para restablecer un orden superior al poder de los reyes; pero consiste en un instrumento provisorio, un medio por completo excepcional, un paréntesis que se cierra muy pronto, dado que es una figura paradójica de la conservación, no el símbolo de un advenimiento.
Así como la Revolución inglesa influenció a la francesa, la francesa lo hizo con la bolchevique. En Argentina, por ejemplo; las revoluciones, tanto la radical como la peronista, son productos de todas las mencionadas. Podríamos decir que hoy estamos empachados de revoluciones, en occidente como en oriente y que de allí parte la necesidad del actual cribado; nuestras disputas podrían catalogarse de semánticas, pero apuntamos a la necesidad de esmerilar lo hegemónico. Hay que solicitar, pedir, clamar o peticionar para que se abandonen las consideraciones de izquierda y de derecha por asepsia conceptual; también las consideraciones de peronismo, de radicalismo y de cualquier otra expresión de lo partidocrático. Proponemos el uso de dos grandes categorías que ya pertenecen, sin gravitaciones imperiales, al conjunto de la humanidad. Proponemos considerar a la política desde lo general y lo particular; y en ese caso tendríamos multiplicistas y generalistas, o unicistas y particularistas. Para muchos, es prioritario acudir a socorrer a algún vecino que esté sufriendo, por más que sean cientos los que estén peor o igual; se prefiere eso —antes que estar adentro de una oficina sin asistir a nadie—mientras se planea, en paralelo, ejecutar una política pública que resuelva, de una manera más integral y racional, la problemática. También habría que empezar a redefinir qué implica, desde nuestras consideraciones, la revolución o la posibilidad de suscribir un nuevo acuerdo ciudadano para que quepan más mundos en el mundo.
La revolución es el triunfo de un nuevo pacto social y político, fundado sobre una nueva relación del hombre con el poder, en la cual el ciudadano reemplaza al sujeto y la libertad a la autoridad (E. Quinet).
Existe, parcialmente, un camino, un sendero que, inobjetablemente, nos tiene a medio hacer, a medio realizar; y hay un momento en el que es sumamente válido preguntarse si hace falta recorrer más o si resultaría conveniente regresar. Regresar sería apasionarnos, enceguecernos por nuestra democracia al punto de creer que no existe nada mejor; existe el temor de que sería retroceder a los tiempos de las dictaduras. En todas las aldeas occidentales en donde estalla mediáticamente un conflicto, los requerimientos a lo democrático son copias exactas, sintomatologías iguales a las de una pandemia que tienen como punto neurálgico o cabal de su ferocidad a la democracia en su forma y contenido. La brecha, el abismo, les otorga a los representantes (por sobre los representados) el derecho de exigir a los demás todo tipo de esfuerzos, de imponer sus propias reglas—que incluyen ética y moral sectorial, facciosa—, y detener una vida de privilegios a expensas de los otros, quienes, por más que trabajen la vida entera, no alcanzarán jamás a hacer, de la realidad actual, un caldo de cultivo para que el orden establecido cambie o se modifique en la sustancialidad de lo que se denomina democrático. Uno de los tantos problemas en transitar este sendero es, precisamente, lo metodológico; es decir, cómo llegar a tal objetivo de una forma más auténtica, rápida, efectiva o con menos concesiones entregadas en el camino. Tanto desde adentro de los procesos novedosos —por tentación o por referencia al pasado— como desde afuera —por el temor que les genera a los sectores complacidos que las reglas del juego se vean cuestionadas—, se conducirá siempre, irreversiblemente, a la necesidad de un cambio, a subvertir lo establecido, a la revuelta en las calles, a la insustancialidad de la disputa de poder. Pensar la política tanto desde la lógica del adentro como del afuera es un canal posible para dejar esa posición arrogante que lleva, a los que están adentro, a creer que se tiene la integridad suficiente como para representar a los demás, estableciendo aquella falacia de “los de arriba y los de abajo”.
Sin embargo, hoy, los actuales revolucionarios —independientemente del proceso en el que se encuentren sus revoluciones y, obviamente, del lugar en donde las estén llevando a cabo—, deben tener en claro que la revolución de nuestro tiempo es una revolución conceptual que se da, o debe darse, en el ámbito del lenguaje. Debemos subvertir la revolución. La revuelta pasa por convencer a los favorecidos de que no tienen verdadero beneficio sobre los privilegios de los que dicen gozar. Para esto no necesitamos ocupar ninguna calle, incendiar ninguna bandera o edificio, mucho menos matar en nombre del hambre, así lo sintamos o padezcamos.
Simplemente, nos bastará con tener claro esto para socavar la mente de los que mandan, de los que gobiernan, de los que tienen en sus manos las reglas de juego. A ellos debe apuntar nuestra revolución, hacia allí debemos apuntar nuestro objetivo revolucionario. Debemos subvertirlos para que sean los responsables ejecutores de un Occidente que tenga reglas más inclusivas o democráticas. Debemos subvertirlos para poder alcanzar, —tal como la entendemos algunos—, la verdadera democracia.
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