La discusión que orbita de un tiempo a esta parte, en ciertas aldeas occidentales, se oculta tras o debajo de la falda, del viejo estereotipo de lo femenino. Entendible y comprensible que así resulte, sin embargo, podríamos ir más allá del fenómeno de lo actual y del trauma (de la herida) del ayer. Dentro de la pollera del significante mujer, estamos alojados tanto los que abogamos, o las que abogan, sobre todo, desde una perspectiva de víctimas históricas, por una compensación o igualdad con respecto a lo masculino (muchos de los cuales, nos hemos aprovechado de tal privilegio o al menos no nos lo hemos cuestionado muy seriamente) como así también los que desde el nuevo pliegue de la escenografía del poder, pretenderán, seguir embanderados en el sexismo, cambiando o deconstruyendo la nominalidad del género, para revitalizar la disputa eterna, que se desliza mediante el poder, usando agonalmente a lo femenino contra lo masculino.
Aquí comienza la mezcla y la confusión. Buscadores de justicia, se mimetizan con quiénes sólo pretenden venganza, o en el mejor de los casos, continuar con la disputa real, entre el poder y lo que se revisten en sus pliegues, en sus bordes, ocultándose entre lo femenino y lo masculino, como meras máscaras de una lid que pervive en el poder en su continúa disputa, de la imposición por la imposición misma, sin que esto pueda ser cuestionado u observado.
Ni lo masculino antes, ni lo femenino ahora, podrán ser constitutivos para un salto de calidad en lo humano, en la medida que no se propongan abordar al poder, pudiendo concebirlo sin su innatismo, abusivo que nos ha dejado y nos sigue dejando perplejos más allá de que vistamos polleras o pantalones, sea porque lo deseamos o porque nos lo impusieron desde un sistema cultural que muy agradablemente se cuestiona, muy a menudo, en sus formas, sus vestimentas, pero no su fondo o sus conceptos.
Los envases en lo que viene el intercambio, no pueden determinar hasta donde llegaremos con él, hasta donde pretendamos llegar. Posiblemente, tales límites, sean el territorio marcado desde el que no podamos salir.
Encerrados en el barrio, de la categoría género, en la manzana, en la circunscripción, de la genitalidad, finalmente perecemos en las cuatro paredes que nos determina en nuestra incapacidad por producir, una emoción que nos desborde de nuestra humanidad apocada, cercada, por lo que portamos para sentir y vivir nuestra experiencia de seres sexuados, limitados en el horizonte de esa complejidad que necesariamente, terminará en batalla, en enfrentamiento, por imponer, lo que se nos ocurra, sin que dejemos de ser unas meras marionetas de las tensiones del poder.
En definitiva terminamos, debajo de la pollera o del pantalón (de acuerdo a quién lo quiera ver y cómo) de la oblicuidad de ese poder, que se balancea y desbalancea, usando nuestros cuerpos y deseos para librar la batalla que pervive más allá de nuestras formas, de nuestras maneras, de nuestros envases, imposibilitándonos, llegar a tal posibilidad de preguntarnos, acerca de qué es lo que necesariamente busca ese poder, o qué buscamos con él, más allá del género en el que hayamos caído, del que nos percibamos o del que deseemos, o como nos llamemos o de quiénes seamos.
La disputa debiera ser con ese poder, con su tensión, con sus fines y determinaciones, sin embargo no nos da, en nuestros cuerpos ni de hombre ni de mujer, para que nos atrevamos a mejorarnos en nuestra condición de humanos.
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