En virtud de las excepcionalidades, las emergencias o urgencias, no faltan quiénes, bajo el significante extenso de querer, pretender o desear, lo universal y general del bien o lo mejor para todos, suprimen la otredad, la alteridad, o la contraparte, que necesariamente, debe, necesita y precisa, manifestar, sea como ausencia, como carencia o como reclamo, lo que no está ni estará bajo control. En el ámbito estrictamente político, de aquí que hablemos de mismidad y no de ipseidad, ciertas veces, se confunde conceptualmente el marco teórico desde donde la democracia, ejerce su institucionalidad. La oposición, alegóricamente, los otros que no son los que gobiernan, no pueden ser catalogados, caracterizados o conceptualizados como el grupo, conjunto o facción que no pretenda, no quiera, no desee y por ende no proponga, no ofrezca o proyecte, lo mejor para el todos que representa la unidad de la comunidad, de la ciudad, de la provincia o del país en cuestión.
Equívocamente, tanto propios como extraños, es decir oficialistas y opositores, destruyen el sentido mismo de la institucionalidad democrática, cuando afirman que, sólo en tiempos de emergencia, urgencia o excepción, deben abandonar las diferencias, suspender u olvidar, la esencia misma, de lo que son, precisamente, manifestaciones contrapuestas (que en tal contraposición complementan el sentido de la institucionalidad democrática), a los efectos de, aglutinar, amuchar o rejuntar, mayores posibilidades de combatir con éxito los desafíos que se nos pueden presentar, con ribetes de tragedia, cada cierto tiempo a los humanos como especie.
Sí actuamos de esta forma, dislocando el sentido de lo que nos constituye como sociedad, de las reglas de juego que nos indican las pautas de comportamiento, no hacemos otra cosa que confundir, erosionar y socavar, introduciendo confusión e incertidumbre, en las horas aciagas, confusas y borrascosas, que precisan de todos y cada uno de nosotros, pero especialmente de los intelectuales y de los políticos, la mayor claridad y concisión posible.
No precisa la hora urgente, el tiempo de excepción, o la emergencia puntual, ni el simbolismo de la foto, de la imagen, de la unidad en la diversidad que pueda proponer que no existen, o no existirán por el período que dure la contingencia, diferencia alguna, entre los diferentes, con la argucia fútil que el no respetar la esencia misma, de los complementarios, en las propuestas y contrapropuestas, contribuya a la desgracia generalizada, a la afección que define un nuevo “ellos y nosotros”.
En el presente caso que funge como ejemplo, cerrar líneas semánticas, discursivas o emocionales, determinando que los fenómenos que nos impactan y para los cuáles no tenemos por el momento respuestas eficaces para mitigar las posibles consecuencias adversas, son nuestros enemigos declarados y nosotros como especie, nos refugiamos, nos confinamos, nos ponemos en una cuarentena eterna, de una mismidad absoluta, que suprime las naturales y necesarias diferencias, es sencillamente contar, tener o experimentar las peor de las tragedias, que incluso dejará pequeñas a las sanitarias, sociales o económicas.
La tragedia democrática, que se esta gestando, por acción u omisión de fundir en mímesis a oficialismo y oposición, es de características colosales y pantagruélicas.
“Deconstruir el círculo de la mímesis no consiste en «romper violentamente el círculo (que entonces se vengaría), [sino en] asumirlo resueltamente (…). No transgredir la ley del círculo y del no-círculo sino fiarse»” ( Derrida, Jacques. La dissémination. Paris: Seuil. 1978: 39). En este ensayo del generador de la deconstrucción, se plantea con claridad meridiana, la diferencia entre dinámica y estructura. Sí sólo cumplimos a rajatabla los circuitos de dispositivos o estructuras, que disciplinarmente imponen, una robotizada automatización de lazos de mando y obediencia, nos terminamos disolviendo o difuminando en una mismidad que aniquila lo otro que nos conforma, incluso como falta o carencia, con la posibilidad de aceptar la misma.
No es casual, que definiciones más o menos parecidas (miméticas) en todas las aldeas que se precian de occidentales, en virtud de las emergencias, resuelven la concentración de la decisión, en una suerte de unicidad divina, que por ende es incuestionable e imperdonable que se la ponga en duda o bajo la democrática danza de los interrogantes.
Para justificar este totalitarismo de hecho, acuden a la argucia de presentar un estado de necesidad, en donde la acción debe anteponerse a la palabra, pisotearla, incluso por la dinámica y en virtud de las estructuras o dispositivos que la permiten (los poderes que supuestamente son los contrapesos, o equilibrios, no funcionan a pleno o lo hacen menguadamente, el legislativo y el judicial, ni que hablar de participación ciudadana y demás eufemismos de lo imposible).
Con la anuencia de intelectuales, académicos y comunicadores, siempre con la mirada sesgada de cuidar sus zonas de confort, sus reductos formales atestados de normas de estilo para enclaustrar el pensamiento y la posibilidad de que esos otros (opositores o detractores de sus privilegios) puedan participar de la pátina en la que creen escribir sus nombres, en sitios, donde por esa exclusión no accede nadie, más que ellos mismos y sus respectivas y vanas glorias. Comunicaciones replicadas en sitios, digitales o de tinta, qué en serie (confundiéndolo con lo serio que se creen al ser meros replicadores), despachan, sin ton ni son, los discursos oficiales de las autoridades que le dan el título de cancerberos a estos militares de la expresión que en nombre de la libertad, la coartan y la cercenan, para esos otros que les señalan o que les piden espacios que ellos sólo tienen disponible para sus mandantes, asentados en los conchabos, tiránicos del poder.
Mímesis política, apoyada por la mímesis intelectual y la tríada se cierra con la mímesis de la miserabilidad o de la pobreza. Millones de individuos, que conforman los múltiples indeterminados, reducidos a los archipiélagos de la experiencia humana, confinados, simple y tortuosamente, a sobrevivir, como pueden, habiéndoles quitado, la posibilidad de la dignidad en sí, suprimiéndoles la palabra razonada o sentida, de allí que empujen a estas masas ingentes, sumisas y obedientes a que sean espectros, fantasmas de lo humano y las reduzcan a la posibilidad de hacer mímesis de las operaciones más básicas de la supervivencia (comer y no enfermar o perdurar lo más posible).
La diferencia es un deber ciudadano. La rebelión es la falta de lo unánime. El control es la norma del tirano. La democracia debe velar, exigir y promover las alteridades, de lo contrario, se convierte en la excusa, en el relato y en la argucia de las mímesis de Polifemo, el cíclope aquel, qué en nombre de la fuerza bruta, fue engañado por la inteligencia de Ulises, que pudo regresar a su tierra, sano y salvo.
Debemos regresarnos a nuestra humana posibilidad de pensar. Recordemos, a decir de Borges, pensar es olvidar diferencias. Primero debemos tenerlas, nunca suprimirlas, de lo contrario, jamás podríamos volver a esa normalidad que nos permitió algún día, considerarnos sujetos contradictorios, carentes, diseminados y democráticos.
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