La interrupción voluntaria del embarazo, en las clínicas abortistas, es un asesinato

La interrupción voluntaria del embarazo, en las clínicas abortistas, es un asesinato

En cada aborto existen dos atormentados; el chiquillo y la madre por lo que, los que incitan a la interrupción voluntaria del embarazo desde diversas áreas de la educación, de la información o de la administración, todos son dañados porque, quién ejecuta una vileza, padece un quebranto mayor que aquél que la padece; se devasta por dentro y, en el fondo, se menosprecia.

Una importante poetisa, que ha pasado por la experiencia del aborto, matando a su propio hijo saltarín dentro de sus entrañas, afirmó: “Veo a mi niño en los sueños. Después de este acto sólo hay dos posibilidades; o te embruteces y sigues matando, o te conviertes y luchas por la vida”.

En el caso del aborto forzado asoma, habitualmente, con el síndrome post aborto. El psiquiatra estadounidense Wilke suele concretar que: “Es más fácil sacar al niño del útero de su madre, que de su pensamiento”.

Desde el mismo instante de la fecundación, otra persona humana distinta está en el útero de la madre. Prevalece un nuevo ser humano en el universo, que ha sido concebido para la inmortalidad. Del tal forma que, cuando una joven arriba a un chiringuito abortista, se puede afirmar que penetran dos mortales y que aflora uno; el más frágil e inerme se ha marchado a un viaje sin retorno.

El aborto fustigado, crea diversas y arduas trabas en la esposa; se despliega la crisis del estrés postraumático que evoluciona en un escarmiento de sufrimiento y temor que llevan a la depresión, incremento del consumo de alcohol y de drogas, cambios del comportamiento en la alimentación, trastornos de ansiedad, pérdida de autoestima e intentos de suicidio.

Las mujeres que abortan, miran con indiferencia la muerte de sus propios hijos. Vivimos en una cultura de la muerte, que nos rodea por todas partes con un egoísmo feroz, una violencia brutal y ningún respeto por la vida humana de un ser nonato, inocente e indefenso.

“Una sociedad abortista se hace inhóspita. Con el tiempo, reinará la tiranía y la arbitrariedad en todos los ambientes. Es como una enfermedad infecciosa que se contagia”, afirma Jutta Burggraf.

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