“¿Qué hay más estúpido que un candidato intentando atraerse al pueblo, comprar el favor de éste mediante dádivas, ir a la caza de los aplausos de tal grey de estúpidos, complacerse con sus aclamaciones, dejarse llevar en comitiva triunfal, como una especie de imagen sagrada para espectáculo del pueblo, y permanecer en el foro, representado en estatua de bronce? Añádase a ello la adopción de apellidos y sobrenombres, los honores divinos tributados a pobres hombrecillos, y el hecho de que incluso los más criminales tiranos sean ensalzados hasta la altura de los dioses en ceremonias públicas…Esta clase de estupidez engendra naciones; gracias a ella se mantienen las autoridades, las magistraturas, la religión, los consejos, los tribunales” (Erasmo, “Encomio de la Moría”. XXVII. Editorial Gredos. Madrid. 2011)
La declamación, parte de la que se cita, escrita por Erasmo, se tradujo como texto, llevando como título “elogio de la locura”. Sí bien en latín, Insania, es el término del que deviene locura, el utilizado por el autor fue stultitia, que para nosotros es el vocablo, no tan conocido y menos utilizado de estulticia.
No se trata de un aspecto menor, filológico o reservado para las minorías ilustradas, que en el mal uso que puedan dar al transcurrir del tiempo, reparan en este tipo de detalles, que podrían considerarse nimios.
Mediante los conceptos, entre tantas cosas (sobre todo desde la conjeturalidad del mundo en el que hemos sido arrojados) se construyen andamiajes que fijan, normas que estructuran el quehacer social.
La doctrina de la real malicia es un claro ejemplo, que más luego se empalmará, con lo que estamos afirmando.
Tras un conflicto en pleno auge de las conquistas coordinadas y lideradas por Martin Luther King, en donde la víctima (Sullivan) adujó ser agraviada por falsedades contra el accionar de la policía a su mando, se fundó un acto doctrinario y jurisprudencial que lleva el nombre de “real malicia” para condicionar (la definición me pertenece por entero) a la libertad de expresión en relación a la cosa pública y a quiénes la administran y tienen que ver con ella (personalidades públicas).
Alguien entonces puede, presentar pruebas para demostrar que lo que están diciendo de su accionar público, tiene como base una mala intención o una intencionalidad de dolo. Imposible de determinar, por ende de manifiesta insolvencia en cuanto a la demostración, partiendo de la arbitrariedad de pensar y creer que el ser humano puede tener mala intención para con sus pares, disolviendo el supuesto que en un a priori, todos obras con buenas intenciones (incluso la propia doctrina de la real malicia, exige que se interprete que toda la información proveniente de lo público tiene la intencionalidad de ser cierta o verdadera).
Sin embargo la real malicia, es usada como un condicionante, no solo para su mal uso (es decir querer exigir que se revele una fuente) sino para lo más contundente, que es el alimento que nutre la acción más aterradora y la enfermedad más gravosa y contagiosa que puede afectar a un comunicador; la de la autocensura.
De todas maneras, no es el tema en cuestión, al menos en esta oportunidad.
Usamos la existencia, recriminable, pero existencia al fin, de la doctrina de la real malicia, para auspiciar, propalar el surgimiento de la doctrina de la real estulticia.
Es la que ni más ni menos, ha fundado y sostiene, el accionar de la clase política o de los administradores de lo público dentro del sistema democrático.
Sin ningún tipo de aval, más que el de la propia creencia de que podrán hacer algo bueno o positivo con lo público (es decir, se parte de la base de la buena voluntad del ser humano, a contrario sensu de lo que da por supuesto y como vimos, la doctrina de la real malicia) los políticos, antes de ser ungidos como representantes o como ayudantes de quiénes representan al pueblo o soberano, luego de que este se haya expresado mediante las urnas, bajo esta convicción y en virtud de este motor principal, ejercerán luego el poder mismo, sin que medie ningún tipo de intermediación, evaluación o requisitoria que les demande conocimiento, saber o presentación de proyecto alguno para llevar a cabo la tarea o el encomio.
Quién gobierna o representa, lo hace desde la unción, solemne del soberano en la jornada electoral. Tras este rito, se depositan poderes mágicos (desde lo simbólico) para que el ungido, empoderado con la luz del mandato popular, y sin que medie nada más (como se expresó, ni el análisis previo o evaluación de su capacidad, de sus propuestas o de sus colaborares que ponga en órbita para que administren o representen junto a él ) actué en la esfera pública, ejerciendo el poder, domándolo, administrándolo o hesitando en la mera posibilidad.
Quien padece de estulticia, es precisamente el que cree saber más de lo que sabe. Una suerte de anti-Sócrates, quién cultivo su sabiduría reconociendo los límites de su entendimiento con el recordado y fundador “sólo sé que no se nada”.
Estultos también seríamos quiénes podríamos caer en la tentación de afirmar que tenemos políticos o una clase política estulta. No se trata de grupos, facciones o individualidades. Tenemos un sistema político que incentiva, promueve y sostiene como eje rector a la estulticia. Para colmo de males, y como sí no fuese un acto de comprobación de lo que estamos diciendo, para todos aquellos que nos ponemos a pensar en estas cosas, y las compartimos en el espacio público, para que reflexionemos en conjunto, el sistema estulto, tiene debajo de su manga penalizadora, la doctrina de la real malicia, para condicionar el pensamiento y en vez de reparar en sus razones, creer ver, la fantasmagoría, de la intención y adjudicarle, en lo paradigmático de la estupidez, consideraciones morales como lo bueno o la malo que pudiese tener lo naturalmente indómito e in-caracterizable de la intencionalidad.
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