Desde la periferia del poder, desde el muladar en donde la existencia caprichosa, cuál reguero espermático de un dios, esperpéntico y atribulado por sus propias inconsistencias, se hace letra en estas toscas palabras, que envenenada, como contradictoriamente para su portador, se vuelven más poderosas que el arma, el sable, el cuchillo o la espada, que pueden blandir los autoritarios de turno, que antes ejercían el poder desde la imposición de la bota y que ahora lo trocaron, por la democrática lapicera que ratifican, electoralmente cada cierto período, estamos posibilitados de señalar, copiosa como fatigosamente, que todo lo que se crea, que se actúa para mejorar el sistema político, el imperante democrático, no hace más que fortalecer, la reproducción caprichosa del dispositivo que crece anómalamente, para carcomer el normal desenvolvimiento de lo humano. Lo peor de la democracia, tal como la implementamos, es que creyendo que contamos con la mejor versión de una posibilidad de organizarnos, es en verdad el pliegue del engaño más acabado, más perversamente ocultador y demoníacamente trocador de cercenar la posibilidad de ser libres, en la misma medida que nos privamos de serlo. En una aldea, se regocijan por la vuelta de la filosofía al bachillerato, mientras proponen el aumento del salario mínimo, sin dar cuenta que para ello, alambrarán aún más sus muros y fronteras, expulsando turistas por considerarlos agresivos con esos mismos lugares, que mediante la historia oficial que impusieron desde sus púlpitos, obligan a que sean visitados por los que desde otros lares se creen cultos como adinerados.
En otra comarca, una gran parte de la propia comunidad, la que no casualmente se considera la más abierta, progresista y pensante, no puede entender, como han votado lo que esos otros, que no son ellos, han determinado en las urnas, a la que consagran como el sumun de lo libertario en la faz política, y tal no comprensión, la transforman, la convierten, en la dinámica líquida de una mayor reproducción celular, sin sentido alguno, sin norte, sin ton ni son, eso sí, en nombre de la libertad y de las buenas costumbres. Tal vez es lo que respondan las células cancerígenas sí es que alguno le preguntara del porqué de su existencia. Nada más antidemocrático, que condenar el voto de los otros, nada más fuera de la ley, que desconocer a esta, señalando que se ha votado por alguien, que no se debiera haber votado, por considerarlo no democrático, por sus posiciones o declaraciones, cuando todo el andamiaje jurídico-legal imperante, la ha posibilitado presentarse en las urnas y tener la posibilidad de ser votado.
Entonces en ese juego de la perversidad más acabada, el que crítica en nombre de la democracia, el haber votado a un determinado sujeto, con un discurso siempre al límite y rayano con lo ilegal (es raro, porque el señalador, el que caracteriza, performativamente siempre dirá que lo que dice está más cerca de lo legal y lo que le opone, en sentido contrario, en la ilegalidad que puede ser una justicia comprada, lenta, inoperante o inútil) es la representación de la democracia en sí misma, criticando, pulverizando la elección democrática de los otros, porque no la comparte, como siempre, bajo argucias elegantes que se esparcen como reguero de pólvora en ámbitos amables.
Así ocurre en tantos otros guetos, democráticos a imagen y semejanza de lo que impuso por el sable y el arcabuz, por el crucifijo y la educación, cuando se festeja, en los medios, siempre concentrados en inequidades estultas, gozosas de frivolidades irresolutas, aquilatadas en dimensiones inescrutables de la tilinguería más berreta como inabordable, que concelebran el diálogo filosófico en coloquios de entidades privadas, que propalan el sentido de la humanidad como el acopio, más insulso como inhumano, de bienes inservibles que para ser elaborados, esquilman lo más provechoso como sustancioso de lo humano.
Lo más certero, como necesario, que nos puede llegar a acontecer es que pidamos la eutanasia, dado lo irreversible del cuadro.
Sin embargo, lo que nos destroza nos hace gozar, en la inmediatez de impedirnos el placer de haber liberado la tensión, en la automaticidad, industrialista del ya, del ahora, no tenemos ni tiempo de creer, ambicionar o desear que algo mejor nos sobrevenga. Ya no creemos en nada, ya no creemos. Sólo vamos a las iglesias, a las marchas, como a la escuelas y a los centros de votaciones, por la inercia espectral en el que han transformado a la experiencia de lo humano.
Nos gusta el cloacal en que hemos transformado nuestra existencia, o tan siquiera. Estamos en una fosa común, embriagados por el hedor que se desprende de lo que alguna vez fuimos, sin siquiera la posibilidad de pensar que ya estamos muertos, que no tenemos ninguna otra chance, que no sea la del olvido, trémulo y fatuo, de otro acontecimiento vacío, carente de alma como de significado, que te haga olvidar, que alguna vez, y producto de la casualidad te han llegado líneas textuales como las presentes, para que te veas como puedas, sin otra posibilidad de conclusión que no sea la de avergonzarte en tu condición de humano, mientras a tu lado, los que no comen para que vos lo hagas, no dejan de ser testigos, mudos e impávidos, de tu pasmada y soberana estupidez pagana en tiempos democráticos.
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