Así lo refirió el filósofo Argentino, Francisco Tomas González Cabañas, jugando con aquella afirmación de Kant, quién inmortalizo el adagio “Hume me despertó de mi sueño dogmático”, el autor latinoamericano considera que los ajetreados tiempos de las democracias de nuestra modernidad líquida, no pueden ser analizados o estudiados, exclusiva y excluyentemente, desde el pupitre académico, sino que deben ser auscultados desde el latir y el sentir de la ciudadanía, a la que le cuesta cotidianamente el sobrevivir en una sociedad que le propone respuestas a problemas que no le son propios y ausencias de reflexividad ante cuestiones que le son constitutivas.
En tiempos electorales, en este tránsito que nos ha tocado, por estas tierras latinas que nos han visto nacer, desde hace más de 50 años que se combate, entre heroica y románticamente, contra un imperialismo económico y político, con base geográfica en el norte de nuestra américa, y que ha dividido al mundo, taxativa, semántica y concretamente por algunas décadas, división que sin embargo y tras el frío de esa guerra, aún se mantiene en nuestros discursos, en nuestro hablar y en nuestro ser. Ninguno de nuestros políticos, latinoamericanistas, progresistas, populares o como los quieran llamar, alimentados por sus respectivos grupúsculos de intelectuales, más preocupados por lucir cucardas académicas otorgadas por casas de altos estudios europeas, piensa política y menos filosóficamente, desde nuestra autenticidad, de cómo podríamos organizarnos más ecuánimemente como sociedad, sin tener que pedir permiso o soslayar a la Europa atávica, que pese a su crisis, nos mira por sobre el hombro ante nuestra dependencia instalada en lo arquetípico de nuestra dirigencia.
Desde la “inmemorialidad” (que no debe ser entendida como inmoralidad, porque quizá ese término de moral no nos pertenezca) de la conquista que venimos peleando guerras que no son nuestras, ese famoso apotegma de “ser hablados o ser pensados” ha avanzado, o mejor dicho se materializo, en que seguimos siendo el cuerpo irresoluto, los jirones piltrafosos, que se comercian en transacciones, muchas veces de metálico, como de productos o miles de nosotros que le pusimos y le seguimos poniendo el cuerpo a guerras que se han librado por esos conceptos, por esos intereses, por esas categorías que, nada o muy poco tienen que ver con nosotros. Y en caso de que tengan que ver por el imperio de la praxis y por el peso de la historia, con los millones de litros de sangre, de nuestros ancestros, derramada, deberíamos al menos tener el derecho, o la posibilidad, de preguntarnos, que es lo que compartimos, en que es en lo que estamos de acuerdo, que tomamos, de eso que nos impusieron allá lejos y hace tiempo.
Que nuestro “sistema” funcione, desde hace cientos de años, con millones de pobres, excluidos, marginados, un tercio cuando no, casi la mitad de la población en vastos de nuestros terrenos, no puede ser consuelo o perspectiva que nos incite a tener una mirada positiva. Y ya que estamos con ese término, tantas cosas bajaron de esos barcos, como ese concepto de positividad, que le debe resultar de tal forma, a nuestros tuteladores, a los imperialistas, a los que sí les cierra la ciencia, desde la medicina hasta la industrial, para que nosotros sigamos poniendo los cobayos humanos, las dolencias más aberrantes, y ellos se lleven sus curas circunstanciales y sus dividendos suculentos. Las usinas en las que se viene enseñando a nuestros niños que el mundo debe ser habitado, y vivido, tal como su entendimiento o sus talentos así lo han indicado, nunca nos dieron resultados del que podamos estar mínimamente satisfechos. Ni la política, ni la juridicidad, ni la comunicación, tal como nos vienen “enseñando” desde esas perspectivas eurocéntricas, nos ofrecen respuestas a las demandas de nuestras poblaciones, que no casualmente además de las hambrunas y la desigualdad, también padece, sus democracias inacabadas, sus sistemas punitivos que no redimen, ni expían, sino que exacerban las diferencias, las recrudecen en grado sumo. Tampoco sus técnicas, ni de riego, de cultivo, o de producción de elementos, puede ser vista como un “avance” (ese es otro de los engaños, como sí la vida fuese una escalera o un dispositivo que tenga una bandera al final de llegada) dado que desde esa positividad de la técnica, no hacen más que enfermar el cuerpo de quiénes manipulan esos elementos como de los que los consumen, lo mismo que esos avanzados sistemas de detección temprana de problemas de salud, para que concluyan siempre en ese otro invento del stress que no puede ser visto, ni medido, por ninguna de sus máquinas que se preciaban de medirlo y observarlo todo.
Su mundo y su sistema, para no extendernos en cada uno de los campos en donde se aprecia que es un terreno fértil para que ellos se lleven la cosecha, producto del esfuerzo de nuestras siembra en nuestras tierras, no ha modificado en nada, la profundidad de nuestra humanidad, es decir, no es que mediante sus “lecciones” su civilización, vivimos muchos años más, o la calidad de los mismos, puede considerarse como sustancialmente mejor, no somos más felices, que antes cuando no nos cuestionábamos acerca de si lo éramos.
Y siempre, como nos enseñaron ellos, están nuestros idiotas útiles, o cipayos, cipayos culturales en este caso, son esos que se cansan de vindicar a parte de nuestra tierra conquistada como el eje del mal, como el nido del águila imperial, como el supuesto colonialismo del cual debemos despojarnos o desentendernos.
Al contrario, son ellos quienes precisan de nosotros, para que podamos actuar desde nuestra autenticidad, pero sólo lo podremos hacer, cuando los dejemos de mirar, como enemigos, bajo esa inquina con la que culturalmente, la Europa conquistadora nos sigue tutelando, sigue digitando nuestros pasos, y librando las batallas que determinan como si fuésemos sus peones de ajedrez. Debemos en forma urgente despertar de esta pesadilla, más que sueño, académica en la que estamos inmersos desde hace décadas, por no decir siglos.
La América conquistada debe ser una, cuando ello ocurra, recién podremos pensar que es lo que podemos tomar como propio de ese proceso traumático, que no nos pertenece o mejor dicho enlutece nuestro ser; está en juego, desde hace tiempo en verdad, no sólo nuestra calidad de vida, o la opción por el pobre y con ello la inclusión, está en juego que la próxima guerra, no la disputemos en nombre de los intereses de los otros, que nuestros hermanos no puedan comer, como no lo han podido hacer desde generaciones, tiene más que ver con esa barbarie conquistadora, con esa tutela académica-cultural de la que no podemos despabilarnos, que de todas esas sandeces relacionadas a buitres, a capitales y que nos hacen mirar al norte, a nuestro norte, cuando en verdad la batalla, sí es que debemos librar alguna, la debemos dar, cruzando el océano.
González Cabañas, tras plantear estos conceptos que van más allá de lo que se escucha cotidianamente, nos impele a pensar en lo que denomina “La Africanización del Ser”:
Desde antes que la ciencia occidental, determinara que los primeros homínidos, con características humanas (los que de acuerdo al saber mencionado, los pondría en el eslabón perdido, en esa escala que determina que deja de ser animal y pasa a ser humano) habrían podido tener su origen en el continente Africano, este espacio en el mundo, ha sido, el reducto en donde depositamos todos nuestros temores, nuestras incertidumbres, inseguridades política, sanitarias, sociales y económicas, que como efecto secundario y letal, tiene como resultante, no sólo haber enajenado de su “africanidad” al habitante de este continente, sino haberlos sentenciado a siglos de sometimiento, de esclavitud, de marginalidad, hambruna y de señalamientos peyorativos, desde el ámbito mismo del saber occidental.
No podemos abrir ninguna variante de análisis sin antes reparar en la razón de las primeras y de las últimas causas. Esto que se nos ha transmitido como filosofía occidental, tiene que ver con el modo de entender y entendernos en el mundo. Desde este inquietud metafísica, inherente a nuestra condición, es que sin pretender arribar a ninguna conclusión cierta (y esta es una de las grandes diferencias con la ciencia) discurrimos por senderos harto explorados como inexplorados, y estos últimos son precisamente los catalogados como no oficiales, no santificados por la academia occidental, que no es más que otra herramienta de dominio y sometimiento, y que necesariamente nos impele a pensar desde esta sabana in extenso, en donde nuestra fragilidad se torna más evidente, nuestro desamparo aún más determinante y lo único que tenemos por delante es nuestra valoración de que debemos sobreponernos a lo que tengamos que enfrentar. Esto es básicamente filosofar, insistimos desde la posible asepsia que le podríamos realizar de sus condicionamientos, ergo contaminación, de la que ha sido víctima durante miles de años, y que necesariamente nos conduce, en sentido figurado, a que el pensamiento, puro y duro, óntico o metafísico, es, ni más ni menos, que la “Africanización del ser”.
Este “estado puro”, al natural, despojado de la materialidad, que supuestamente nos garantizaría aquellas certezas a las que desesperadamente pretendemos asirnos, nos lleva como humanidad a la construcción de mundos, opuestos, disímiles, en paralelo, en donde en ciertos lugares llevamos a cabo, utilizando todos los recursos que tengamos a mano, acciones tendientes a que, quiénes allí estén, vivan rodeados de esas certezas, políticas, sociales y económicas.
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