Así como Adela Cortina, acuñó el término “aporofobia” para señalar el odio a los pobres (discusión mediante entre filólogos y filósofos, pues los primeros observan la transliteración del griego “aporo”, significando otra cosa, pese a que finalmente el neologismo fue reconocido como palabra del año en 2017) es menester el forjar mediante el vocablo propuesto, las razones por las cuáles ingentes comunidades que se precian de democráticas, vivimos, encantadas, seducidas, anestesiadas y enamoradas de la pobreza material, como conceptual, dado que finalmente desde hace décadas, convivimos con una base de un tercio (cuando no la mitad) de la población sometida o padeciendo de esta suerte de amor enfermizo, patológico o mordaz, al que lo debemos caracterizar, apuntar y señalar, para luego diagnosticar y finalmente en el caso de que lo deseemos, tratarlo para modificarlo.
En Europa, donde la pobreza es la excepción, la filósofa española, Cortina, acuñó el término, en vistas sobre todo al fenómeno de la inmigración que afecta por oleadas al viejo continente y que expone, precisamente, que otros no europeos, en su condición de pobres, quieren dejar de serlo, y por ello, necesitan ser ciudadanos de la comunidad europea y no reparan, en ser tratados, como animales, cuando las autoridades los sitúan en campamentos al margen de esa Europa que anhelan y de la propia humanidad.
La filósofa en uso de una de las principales virtudes que debe tener quién ame a la sabiduría, observó la reacción de muchos de sus compatriotas ante el fenómeno. Decidió, acertadamente (pese a las interpelaciones de los filólogos que objetan la definición clásica de aporo) el acuñar como término, la aporofobia, para describir los que odien al pobre, o en su defecto a la pobreza que los está afectando.
Desde donde se propone la “aporofilia”, la pobreza es la regla, como en muchas aldeas consideradas del tercer mundo o en vías de un desarrollo que nunca llega, lo cierto es que nos hemos enamorado de nuestras carencias, estamos anestesiados, embelesados, atontados, en el estado de enamoramiento que no permite más reacción que la de quedarnos anonadados ante el fenómeno y no hacer más nada con ello, qué el manifestar una suerte de reacción, resignada, romántica y enamoradiza ante la pobreza, a la que terminamos de hacerla parte integrante, fundamental e inmodificable de nuestra vida colectiva.
Este amor patológico, nos determina incluso a creer en la inevitabilidad de una pobreza de la que estamos convencidos, irracionalmente, emocionalmente como imposible de afrontarla y por ello de cambiarla.
Desde hace décadas que los números que estadísticamente nos demuestran el estrago doloso de nuestros corpus sociales, de mantener índices que van entre el tercio y la mitad de la población sumida en la pobreza, sin que tengamos reacción positiva o de cambio ante ello, nos habla a las claras que estamos ante un fenómeno que trasciende lo económico y lo social.
La aporofilia, es la razón cultural, por la cuál, no hacemos más que adorar, cuál culto sacrosanto, la condición en la que tantos seres humanos subsisten en la indignidad de luchar minuto a minuto para alimentarse bien o para contar con otras necesidades básicas que se satisfagan más por azar que por necesidad.
Una de las muestras más fehacientes, es la que estudiamos en una región determinada de Latinoamérica, como prueba de lo que ocurre en tantas otras, en relación a la música, como voz y canto del pueblo o de las masas, que acendran el enamoramiento que padecemos ante la pobreza.
En la investigación que dimos en llamar “El chamamé es un canto a la resignación y a la pobreza”,concluíamos: A diferencia del género musical “canción de protesta”, el chamamé se ubica en las antípodas, podríamos afirmar que adquiere características, desde la perspectiva política, de un cancionero oficial o de la oficialidad, galvaniza, sedimenta y fortalece lo establecido, otorgándole el impagable servicio, de haberse convertido en el narcótico más adictivo, en la anestesia más contundente para los sectores más desposeídos, marginales, para los pobres o “poriahú” a quiénes les entrega, poéticamente y al ritmo musical, la resignación necesaria para que sigan siendo lo que son, sin que en la vida terrena o política, hagan algo para intentar cambiarlo…Creemos, consideramos y sostenemos que la interpretación musical, abandona los acordes costumbristas, meramente descriptivos de los paisajes característicos, sobrevuela las desventuras del amor y las lágrimas vertidas por la añoranza, para acendrar un mensaje de unidad resignada, fidelizando el lazo sistémico entre amo y esclavo qué entre recitados y sapucay, poéticamente sostiene. “Que importa sí a la larga es de otros la cosecha” se canta en “Mujer del litoral”. “Cumple su deber, chingolito fiel…recién florece su vida, dura y áspera será, anda jugando al trabajo y rinde como el que más” en “Peoncito de estancia”. “Y casi al final del camino tengo las manos vacías…Aceptando mi destino, sin rencores ni reproches” en precisamente el chamamé “Sin rencores ni reproches”.
La aporofilia, es el amor enfermo que nos somete y condena, a comarcas, como las que desde donde esto se escribe, que son llamadas incluso como “tierra sin mal” porque inocentes y cautivadas ante un amor tan opresivo, no damos cuenta que estamos ante el bien que nos permitiría el pretender cambiar la triste realidad en la que vivimos, creyendo que lo hacemos por una suerte de enamoramiento romántico que no hace más que imposibilitarnos en comprender y creer que somos capaces de aspirar a otra condición de vida, que permita trabajar a la pobreza como un problema, como un estrago, como una tragedia a vencer y no como la bendición de un amor, como una épica de encanto que nos sentencia a que sigamos cantándole, hablándole y por sobre todo, tolerando y soportando, a la pobreza bajo el mendaz disfraz de un amor mal entendido.
Tener un nombre ante lo que nos afecta, ya significa y representa un primer paso. Habrá que ver sí es que hacemos algo con ello o sí, por el contrario, seguimos presos de un amor tan nocivo, injusto como despiadado.
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